Arde Notre Dame en París. Arden las altas bóvedas de la cultura, que se precipitan inversamente a un cielo de pavesas y humos, sumidas en el daño que causa lo eterno cuando nos muestra su efímera y frágil condición de ruina y silencio. Es una tarde hermosa y arde París, arde Notre Dame, arde Europa y arden los siglos; se desploman los pináculos y las agujas, clavándose trágicamente en nuestros ojos heridos. Arde Notre Dame en la pira de la sombra y muere algo nuestro bajo las tracerías tristes de la tarde, entre los andamios carcelarios del cielo.
Arde Notre Dame en la sobrecogedora escena de un teatro donde un espectáculo mayúsculo y horrendo conmueve a las hordas ágrafas del mundo. Pero yo he visto arder Notre Dame todos los días, pequeñas y olvidadas catedrales de nuestro patrimonio que gritan sordos lamentos cotidianos alanceados de desidia, ignorancia y manifiesto desprecio. Arde Notre Dame en las piedras desprendidas de cada monumento que agoniza. Arde Notre Dame en cada expolio consentido. Arde Notre Dame en la arrogancia y la impunidad de los que se sienten dueños privativos de un legado cultural que es de todos. Arde Notre Dame en el abandono presupuestario de los bienes culturales. Arde Notre Dame en las piras incendiarias de algunos políticos que desprecian la cultura y a sus valedores y amenazan después impúdicos con desmantelarlo todo. Arde Notre Dame en la manipulación interesada de la historia y en la aceptación de construcciones conceptuales falsarias. Arde Notre Dame en la exaltación de la incultura.
Hoy arde Notre Dame, clavando un alto pináculo ardiente en nuestros corazones, pero yo he pisado las brasas y he sentido espinas olvidadas de un dolor que es diario y que nadie atiende.
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